Ser hipersensible no era para Madge ningún defecto, no era nada de lo que avergonzarse si serlo no te llevaba a mentir, a fingir ser otra persona, a robarte a ti misma, a matarte un poquito. No había culpa ni pecado.
Pero era difícil, extremadamente difícil integrarlo en el mundo de témpano.
Siempre supo arreglárselas para crear un más que tibio enlace entre ella y esa rocambolesca tierra, cubito de hielo que a fuerza de girar sobre su enloquecido eje se había redondeado.
Ese más que tibio enlace tomaba su temperatura de lo curiosa y sorprendente que le parecía la vida, repleta de misterios, encuentros inesperados y consonancias.
Tenía cómplices con los que amar al gélido cubito redondo a pesar de sus defectos. Sin cómplices el recorrido pierde el sentido, hasta el punto de que ese cubito se derrite y quedas suspendido en el vaho.
Décadas orgullosa de saber que en soledad permanente no somos nada, nos convertiríamos en otro cubito girando rabiosamente sobre el eje del pseudoyo.
Orgullosa de haber sabido valorar a los mejores cómplices. El sol, el mar, familia, animales, amigos de risa escandalosa, y su hermano del alma, al que su madre lo compara con Jim Carrey, por cómo convierte todo suceso vulgar en tributo a la comicidad. Para él la vida era una broma inventada por alguien con poca gracia, y, cuanto más riésemos, más lecciones de humor enseñaríamos al maestro.
Madge ya no carcajeaba como lo hacía con la persona que más vivió y amó, la desaparición de su hermano hizo que la propia sangre circulante se sintiera extraña, pues ese todopoderoso líquido tuvo durante cuarenta años plena conciencia de contar con una inseparable circulación paralela.
Sentía que la sangre y el agua de su cuerpo se evaporaban.
Trabajó en distintas estrategias para que, tras los líquidos, no se evaporara también la materia.
Y entró a la mar.
Le preguntó si, a pesar de ser una criatura devastada, seguía siendo su amiga. Pasó tantas horas adentrada en ella, en silencio, que olvidó ansiar una respuesta. Salió empapada de serena disolución, sabiendo que podría volver cuando quisiera a integrase en ella.
No había necesitado una respuesta de viva voz, ser cómplice es también predicar con el silencio.
Tal vez su sangre paralela, el amor del camino cortado sin señal, con el tiempo, se convertiría en algo hermanado con el sol, los animales y el mar; se convertiría en un cómplice tan presente que no responde, su razón de ser, por fin, no es resultar convincente.
Sino parte de una liberación conjunta.
Pero era difícil, extremadamente difícil integrarlo en el mundo de témpano.
Siempre supo arreglárselas para crear un más que tibio enlace entre ella y esa rocambolesca tierra, cubito de hielo que a fuerza de girar sobre su enloquecido eje se había redondeado.
Ese más que tibio enlace tomaba su temperatura de lo curiosa y sorprendente que le parecía la vida, repleta de misterios, encuentros inesperados y consonancias.
Tenía cómplices con los que amar al gélido cubito redondo a pesar de sus defectos. Sin cómplices el recorrido pierde el sentido, hasta el punto de que ese cubito se derrite y quedas suspendido en el vaho.
Décadas orgullosa de saber que en soledad permanente no somos nada, nos convertiríamos en otro cubito girando rabiosamente sobre el eje del pseudoyo.
Orgullosa de haber sabido valorar a los mejores cómplices. El sol, el mar, familia, animales, amigos de risa escandalosa, y su hermano del alma, al que su madre lo compara con Jim Carrey, por cómo convierte todo suceso vulgar en tributo a la comicidad. Para él la vida era una broma inventada por alguien con poca gracia, y, cuanto más riésemos, más lecciones de humor enseñaríamos al maestro.
Madge ya no carcajeaba como lo hacía con la persona que más vivió y amó, la desaparición de su hermano hizo que la propia sangre circulante se sintiera extraña, pues ese todopoderoso líquido tuvo durante cuarenta años plena conciencia de contar con una inseparable circulación paralela.
Sentía que la sangre y el agua de su cuerpo se evaporaban.
Trabajó en distintas estrategias para que, tras los líquidos, no se evaporara también la materia.
Y entró a la mar.
Le preguntó si, a pesar de ser una criatura devastada, seguía siendo su amiga. Pasó tantas horas adentrada en ella, en silencio, que olvidó ansiar una respuesta. Salió empapada de serena disolución, sabiendo que podría volver cuando quisiera a integrase en ella.
No había necesitado una respuesta de viva voz, ser cómplice es también predicar con el silencio.
Tal vez su sangre paralela, el amor del camino cortado sin señal, con el tiempo, se convertiría en algo hermanado con el sol, los animales y el mar; se convertiría en un cómplice tan presente que no responde, su razón de ser, por fin, no es resultar convincente.
Sino parte de una liberación conjunta.
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