Pasaje 1: Lúe y los patos.
Una vez érase (y siempre) un niño nacido de unas entrañas marinas.
Su rostro reflejaba la armonía silenciosa de los peces cobijados en pasadizos rocosos. Su cuerpo fluía oscilante como flexibles burbujas ascendentes.
Pocos sabían cómo había logrado llegar a Cabo Duna, una minoría estaba convencida de que las mismísimas sirenas que lo trajeron al mundo le acercaron también a tierra firme.
Esa minoría que no logró demostrar nada crearon sin embargo toda una leyenda que convirtió al pequeño en el misterio más protegido y querido del refugio.
El pequeño Lúe se integró desde su llegada y estableció lúcidas relaciones con cada uno de los animales liberados en Cabo Duna, fue criado por grupos de distintas especies hasta ser descubierto por el único centenar de humanos que habitaba este primer paraíso antiespecista.
Lúe pasaba el día comunicándose con gatos, ovejas, pájaros, perros y ratones entre muchas otras divinas creaciones.
De noche descansaba a la orilla del mar soñando con la visita de sus queridas sirenas. No sentía tristeza ni añoranza, sino la conciencia plena de ser de otra estancia.
Cada noche, un habitante parlante bajaba a la playa a conversar con Lúe, su corazón generoso no atesoraba las conversaciones con sus hermanos no humanos, compartía sus descubrimientos con la sencillez del que no ve separaciones.
La noche en la que bajó su amigo Tico, Lúe había pasado el día respirando, comiendo y paseando con cien Patos. Tico le susurró con el respeto que inspira el aroma de las noches de agua:
-Lúe, ¿qué tal te fue en la Isla del Pato?
-Saben tanto que apenas probé bocado de todo lo que me ofrecieron, estoy hambriento, ¿no habrás traído contigo algo de comer?
-Lo siento, Lúe, no traje nada pues ya vine servido.
-No importa, mañana visitaré la isla del gato y entre maullidos me abastecerán.
-Seguro que nada te falta, entonces, veamos... ¿Qué es eso que tanto saben los patos?
-Están convencidos de que son los animales más privilegiados de todo el cabo, dicen que tienen toda la felicidad porque aquí pueden respirar, comer y pasear sin que nadie les haga daño.
-¿No te dicen nada más?
-Sí, que cuando despertemos y no olvidemos jamás esa sencilla felicidad llegarán experiencias que nos dejarán pati-difusos, y se han echado a reír como locos. Tanto que me han contagiado su bendita locura y estoy agotado. Espero que lo comprendas..., tendrás que subir por donde has bajado. Buenas noches, Tico.
-Buenas noches, Lúe. Tal vez mañana los gatos te aporten mayores descubrimientos, tal vez quien venga por la noche a acompañarte goce de mejor suerte que yo.
-No sé a qué te refieres. No olvidemos llevarles comida al atardecer, poco más necesitan.
-Está bien, que tengas mejor suerte mañana, Lúe.
-¿Mejor suerte? Ha sido un día increíble.
-¿Cómo dices?
-Nada, querido amigo, que descanses y mañana despiertes.
Su rostro reflejaba la armonía silenciosa de los peces cobijados en pasadizos rocosos. Su cuerpo fluía oscilante como flexibles burbujas ascendentes.
Pocos sabían cómo había logrado llegar a Cabo Duna, una minoría estaba convencida de que las mismísimas sirenas que lo trajeron al mundo le acercaron también a tierra firme.
Esa minoría que no logró demostrar nada crearon sin embargo toda una leyenda que convirtió al pequeño en el misterio más protegido y querido del refugio.
El pequeño Lúe se integró desde su llegada y estableció lúcidas relaciones con cada uno de los animales liberados en Cabo Duna, fue criado por grupos de distintas especies hasta ser descubierto por el único centenar de humanos que habitaba este primer paraíso antiespecista.
Lúe pasaba el día comunicándose con gatos, ovejas, pájaros, perros y ratones entre muchas otras divinas creaciones.
De noche descansaba a la orilla del mar soñando con la visita de sus queridas sirenas. No sentía tristeza ni añoranza, sino la conciencia plena de ser de otra estancia.
Cada noche, un habitante parlante bajaba a la playa a conversar con Lúe, su corazón generoso no atesoraba las conversaciones con sus hermanos no humanos, compartía sus descubrimientos con la sencillez del que no ve separaciones.
La noche en la que bajó su amigo Tico, Lúe había pasado el día respirando, comiendo y paseando con cien Patos. Tico le susurró con el respeto que inspira el aroma de las noches de agua:
-Lúe, ¿qué tal te fue en la Isla del Pato?
-Saben tanto que apenas probé bocado de todo lo que me ofrecieron, estoy hambriento, ¿no habrás traído contigo algo de comer?
-Lo siento, Lúe, no traje nada pues ya vine servido.
-No importa, mañana visitaré la isla del gato y entre maullidos me abastecerán.
-Seguro que nada te falta, entonces, veamos... ¿Qué es eso que tanto saben los patos?
-Están convencidos de que son los animales más privilegiados de todo el cabo, dicen que tienen toda la felicidad porque aquí pueden respirar, comer y pasear sin que nadie les haga daño.
-¿No te dicen nada más?
-Sí, que cuando despertemos y no olvidemos jamás esa sencilla felicidad llegarán experiencias que nos dejarán pati-difusos, y se han echado a reír como locos. Tanto que me han contagiado su bendita locura y estoy agotado. Espero que lo comprendas..., tendrás que subir por donde has bajado. Buenas noches, Tico.
-Buenas noches, Lúe. Tal vez mañana los gatos te aporten mayores descubrimientos, tal vez quien venga por la noche a acompañarte goce de mejor suerte que yo.
-No sé a qué te refieres. No olvidemos llevarles comida al atardecer, poco más necesitan.
-Está bien, que tengas mejor suerte mañana, Lúe.
-¿Mejor suerte? Ha sido un día increíble.
-¿Cómo dices?
-Nada, querido amigo, que descanses y mañana despiertes.
(«El hijo de las sirenas» parte I, Raquel Bermúdez González.)
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