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El entrañable ente

Cuando la tortura de haber perdido al único y grandísimo hermano intenta tragarme, hago el inmenso esfuerzo (todo esfuerzo en una depresión es una revolución) de convencerme de que todos somos hermanos, pues todos tenemos un dios interior, una luz, llámalo como quieras mientras sea poderoso y bonito, que clama por el respeto a uno mismo.
Tengo que llevar todos mis miedos a ese centro de luz y acogerlos como si me estuvieran buscando para darles lugar y calmarlos, así me punzan menos.
Tengo que llegar a un punto en el que hacerme responsable sólo de mis terrores, e independizarme de las espirales que te atacaron a ti, sentir que yo no tengo culpa de que perdieras la consciencia de tu maravillosa luz. Y que tú jamás querrías que por tu accidente yo perdiera la mía. Qué fácil es la teoría.

Quiero ser tan fuerte como para visualizarte como un entrañable ente. Sin que lo importante sea que estés a mi lado, deben haber millones de sitios mejores, sino que yo sepa estar en el tuyo, sin sentir que me mata saberte en otro plano, porque ese plano a todos nos incumbe, cada día para allá un poco vamos.
Quiero ser así de fuerte. Ser fuerte un día en el que me dé tiempo, pues ahora sólo hay minutos y horas para luchar contra la incredulidad de que lo más dulce e intocable de mi existencia se va yendo.
He de rendirme a los caprichos de la vida, he de darme a ella como una marioneta que reforzará sus hilos.
Sueño con que ese día llegue y me abrace fortísimo, me diga: tranquila, ya has soportado lo indecible, soy tu nueva fortaleza, soy tu nuevo hermano y tu gran amigo, no te abandonaré porque ya eres otra, juntos vamos a lograr un mejor destino.

Mientras ese día llega voy creando de llanto lagos y lagunas.

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