Una vez érase (y siempre) ese niño nacido de unas entrañas marinas.
Su rostro reflejaba la secreta sabiduría de los que no son suficientemente escuchados. Su cuerpo tropezaba con piedras que él era capaz de escuchar, por ello no le importaba seguir topando.
Pocos sabían cómo había logrado llegar a Cabo Duna, una minoría estaba convencida de que las mismísimas sirenas que lo trajeron al mundo le acercaron también a tierra firme.
Esa minoría que no logró demostrar nada crearon sin embargo toda una leyenda que convirtió al pequeño en el misterio más protegido y querido del refugio.
Lúe seguía cada día comunicándose con gatos, liebres, escarabajos y ardillas entre muchas otras divinas creaciones.
De noche se quedaba dormido bañando sus pies en la orilla y soñando con el abrazo de sus queridas sirenas. Como cualquier otra criatura no sabía cómo fue traído al mundo, pero recordaba haber emergido de unas profundidades forradas de escamas y largas cabelleras que enrollaban su minúsculo cuerpo en calidez trenzada.
Cuando Lúe acababa de alimentar a los animales de una de las numerosas islas que de forma aleatoria y libre todos los habitantes protegían y abastecían en sus creativos y anti-monótonos turnos, cada noche, al bajar a la playa a descansar, un habitante parlante le seguía cinco pasos atrás, persiguiendo con emoción el desvele de las tramas encerradas en las bellas bestias de Cabo Duna.
La noche en la que bajó su amiga Maddy, Lúe había pasado el día respirando, comiendo y paseando con cien gatos. Maddy le susurró con el respeto que inspira el aroma de las noches de agua:
-Lúe, ¿qué tal te fue en la Isla del Gato?
-Saben tanto que apenas probé bocado de todo lo que me ofrecieron, estoy hambriento, ¿no habrás traído contigo algo de comer?
-Lo siento, Lúe, no traje nada pues ya vine servida.
-No importa, mañana comeré en la Isla de la Ardilla.
-Seguro que nada te falta, entonces, veamos... ¿Qué es eso que tanto saben los gatos?
-Están convencidos de que son los animales más privilegiados de todo el cabo, dicen que tienen toda la felicidad porque aquí pueden respirar, comer y saltar las mayores alturas que sus cuerpos alcancen sin que nadie los maltrate.
-¿No te dicen nada más?
-Sí, que no olvidemos comer, respirar y pasear para despertar, que sólo haciendo esto nacerán tales muelles en nuestras piernas que podremos saltar con ellos a los más bellos y meditativos tejados; y se han echado a reír como locos. Tanto que me han contagiado su bendita locura y estoy agotado. Espero que lo comprendas...
Buenas noches, Maddy.
-Buenas noches, Lúe. Tal vez mañana las ardillas te aporten mayores descubrimientos, tal vez quien venga por la noche a acompañarte goce de mejor suerte que yo.
-¿Cómo dices? ¡No escuché antes maullido más revelador! No olvidemos llevarles comida cuando despertemos. No necesitan más.
-Está bien, que tengas mejor suerte mañana, Lúe.
Su rostro reflejaba la secreta sabiduría de los que no son suficientemente escuchados. Su cuerpo tropezaba con piedras que él era capaz de escuchar, por ello no le importaba seguir topando.
Pocos sabían cómo había logrado llegar a Cabo Duna, una minoría estaba convencida de que las mismísimas sirenas que lo trajeron al mundo le acercaron también a tierra firme.
Esa minoría que no logró demostrar nada crearon sin embargo toda una leyenda que convirtió al pequeño en el misterio más protegido y querido del refugio.
Lúe seguía cada día comunicándose con gatos, liebres, escarabajos y ardillas entre muchas otras divinas creaciones.
De noche se quedaba dormido bañando sus pies en la orilla y soñando con el abrazo de sus queridas sirenas. Como cualquier otra criatura no sabía cómo fue traído al mundo, pero recordaba haber emergido de unas profundidades forradas de escamas y largas cabelleras que enrollaban su minúsculo cuerpo en calidez trenzada.
Cuando Lúe acababa de alimentar a los animales de una de las numerosas islas que de forma aleatoria y libre todos los habitantes protegían y abastecían en sus creativos y anti-monótonos turnos, cada noche, al bajar a la playa a descansar, un habitante parlante le seguía cinco pasos atrás, persiguiendo con emoción el desvele de las tramas encerradas en las bellas bestias de Cabo Duna.
La noche en la que bajó su amiga Maddy, Lúe había pasado el día respirando, comiendo y paseando con cien gatos. Maddy le susurró con el respeto que inspira el aroma de las noches de agua:
-Lúe, ¿qué tal te fue en la Isla del Gato?
-Saben tanto que apenas probé bocado de todo lo que me ofrecieron, estoy hambriento, ¿no habrás traído contigo algo de comer?
-Lo siento, Lúe, no traje nada pues ya vine servida.
-No importa, mañana comeré en la Isla de la Ardilla.
-Seguro que nada te falta, entonces, veamos... ¿Qué es eso que tanto saben los gatos?
-Están convencidos de que son los animales más privilegiados de todo el cabo, dicen que tienen toda la felicidad porque aquí pueden respirar, comer y saltar las mayores alturas que sus cuerpos alcancen sin que nadie los maltrate.
-¿No te dicen nada más?
-Sí, que no olvidemos comer, respirar y pasear para despertar, que sólo haciendo esto nacerán tales muelles en nuestras piernas que podremos saltar con ellos a los más bellos y meditativos tejados; y se han echado a reír como locos. Tanto que me han contagiado su bendita locura y estoy agotado. Espero que lo comprendas...
Buenas noches, Maddy.
-Buenas noches, Lúe. Tal vez mañana las ardillas te aporten mayores descubrimientos, tal vez quien venga por la noche a acompañarte goce de mejor suerte que yo.
-¿Cómo dices? ¡No escuché antes maullido más revelador! No olvidemos llevarles comida cuando despertemos. No necesitan más.
-Está bien, que tengas mejor suerte mañana, Lúe.
Comentarios
Publicar un comentario