No creo en verdades absolutas, y no sólo porque yo sea ya otra. Antes de mi tragedia familiar también cuestionaba todas esas sentencias de buen rollismo o autoinculpatorias o de peticiones al universo como secreto sumarial para alcanzar lo que quieras, por estúpido que sea tu deseo. Las descartaba si esas verdades no podían cumplirse para los más desfavorecidos, para una madre africana que ve convertido a su hijo en araña, para una madre del «primer mundo» que ve a su hijo consumido por una enfermedad «de primera». Nunca he necesitado que algo tan grave como lo que estoy pasando fuera necesario para sentir empatía, para ponerme en los zapatos del otro o para descalzarme cuando no hay ni eso. Sin embargo, aunque crea en menos teorías aún que antes, no he perdido afortunadamente la fe en algunas verdades, si no absolutas, dignas de valorar. Y creo que ésta es una de ellas, con sus matices, claro, pero con la certeza de lo traicionera que puede ser la mente si no nos autoeducamos c
Tendemos a creer que el alma gemela debe ser una pareja, pero el alma es precisamente la que menos entiende de convencionalismos. Claro que puede ser tu pareja, pero también una hermana, tu padre, un hijo, un amigo o un animal no humano. La mayor de las suertes es tener más de una, cuantas más tengas más feliz serás. En mi caso se trata de mi amadísimo hermano Samuel, que no veo ni abrazo de forma material desde marzo de 2018.