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Maddie y Samuel

Cerró rápido el maletero tras comprobar que había suficiente pienso para repartir en la colonia, llegaba tarde al trabajo y Maddie sabía que podía ser tan imperdonable como para soportar toda una semana despectiva, «¿Hoy también te acordaste de ir a salvar el mundo?; si no fuera por personas como tú ya se hubiera extinguido media fauna; cómo se nota que no tienes problemas más graves que los de los maullidos comilones; luego no olvides hacerte limonada con sus pipís que hay superpoblación de micción!! jajajaja»

Maddie los miraba con media sonrisa y ni una palabra, escupía su indiferencia aunque fantaseara con convertirlos en paté gelatinoso, los preferidos de sus protegidos.
A veces sintió pena por ellos.
Cuando lograba encontrar un hueco para charlar con Samuel sobre pelis y libros que intercambiaban, ninguno de ellos podía hacer siquiera una inocente broma, desconocían cada uno de los títulos y, si alguno de ellos les sonaba, las palabras pronunciadas eran vagas e insustanciales, un vistazo desmemoriado a alguna reseña mal leída en la red.

Maddie estaba convencida de que el poco vocabulario que aprendía lo reservaban para currarse los diálogos antigatos, se reunían para memorizar las intervenciones e incluir algún término u ocurrencia a última hora, de hecho un día Samuel le contó cómo vio felicitar al encargado efusivamente a su empleado por haber creado una frase con tanta chispa. Nunca supieron cuál fue la famosa frase, pues  entraban en un bucle en el que era imposible distinguir cada idea, se comían todas las pausas... Los puntos, las comas, y sobre todo engullían el sentido común. Sus risas y palmaditas en la espalda reforzaban el amasijo de incoherencia.
Una tarde, hastiado Samu de ver cómo su amiga tenía que soportar lo que ya era acoso formal, se le ocurrió regalarles por navidad, a cada uno de ellos, un bono para la filmoteca, compró 8 bonos a mitad de precio. Era más que una gran idea, tan bien que parecían entenderse y pudiendo irse ellos juntos y gratis al cine pronto adquirirían un hábito más sano que el del maltratador sarcasmo.
Maddie y Sam no participarían en las quedadas para no aguarles su gran sentido humorístico.

Pasaron las semanas, y ninguno pronunció nada, ni cine ni gatos.
Con el paso de más jornadas se evidenció que nunca quedaron para aprovechar los pases, asistían casi a escondidas poniendo mucha energía en no coincidir. Fue precisamente el no coincidir lo que levantó sospechas entre ellos, los ocho hacían lo mismo, todos estaban huyendo.
Cada día la desconfianza y la distancia fue en aumento, se conocieron al fin por dentro.
Rechazar la oportunidad de unirse sólo por el placer de relacionarse, les hizo descubrir el desprecio que siempre se tuvieron, capaces sólo de soportarse para empuñar un daño.

Maddie y Samuel se unieron aún más si cabe ante el inesperado y casual triunfo de lo justo. Un tenso silencio dominaba la comunicación de sus compañeros, interrumpido solamente por la ternura de dos amigos que compartían impresiones sobre relatos, estrenos, teatro, animales, duelos estancados y sueños muy trucados.

Un día de estos, los dos amigos crearían su propia breve historia, para que algunos se unieran por el sencillo gusto de leerla; de adentrarse en un pequeño mundo de amor, donde no hay prisa, pausa, comas ni espacios para la estandarizada persecución.

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