Cuentos que conocen cielos, son los cuentos que crea nuestro corazón en el camino de la sanación. En ellos nuestros seres queridos están tan vivos como seamos capaces de imaginar.
El que ha partido vino a entender lo que él u otros necesitaban. Tal vez lo logró, o tal vez tenga que volver para descubrir que no necesita conseguir nada para nadie. Ninguna imagen, ninguna demostración de su valía, ningún aplauso, ninguna devoción, ninguna superioridad por comparación, sólo amor y respeto hacia el instante de su presencia. A partir de ese centro autobendecido todo lo demás son anecdóticos rayos de luz que alcanzan a los que están cerca. Y entre ellos se van contagiando de lo mejor del primero.
El primero es el que no quiso colarse en dicha posición, el que no exhibe su forma porque no se avergüenza de su fondo. El primero es el que tiende la mano aunque sea temblando. Tiembla porque su humildad le hace dudar de todo, también de sí mismo. Amarse también es humildad, y en ella la única certeza que hay es la que quiera darnos el momento presente.
El arcángel Samuel tembló en su penúltimo momento ante la humilde incertidumbre. Sólo Dios sabe si tembló porque tendió la mano a quien no debía o porque le tendieron a él la ambiciosa y tentadora mano que él nunca pidió.
Este arcángel, también conocido como Chamuel, tiene la función celestial de impregnar la tierra de amor.
Si es manipulado y trastornado en sus funciones, volverá las veces necesarias para recuperar su paz y seguir siendo feliz en la sencillez de sus afectivas posiciones.
No sólo él regresa.
El que se ha ido siempre está volviendo, a los corazones que tiemblan por su ausencia, que no se sosegan hasta que una mano se apega.
Al latido.
Dos manos, una sobre la otra, cubriendo la bomba esponjosa que nos da permiso cada segundo para seguir, como el hada Martha dejó escrito en el «manual del duelo amigable».
No desesperes si estás sufriendo tanto que deseas volar sobre el abismo, no deseéis el cielo antes de tiempo, porque aquí el tiempo no existe, y os quedaríais suspendidos en la nada hasta que a un ángel se le ocurriera inventar medidas, o volveríais a la tierra para repetir la misma historia siendo otros, y no os reconoceríais jamás.
No conocerte a ti mismo, a la persona que más has de amar, es lo menos favorable que podría pasar bajo un cielo que, con paciencia, no sólo te espera, te ampara mientras tanto.
El que ha partido vino a entender lo que él u otros necesitaban. Tal vez lo logró, o tal vez tenga que volver para descubrir que no necesita conseguir nada para nadie. Ninguna imagen, ninguna demostración de su valía, ningún aplauso, ninguna devoción, ninguna superioridad por comparación, sólo amor y respeto hacia el instante de su presencia. A partir de ese centro autobendecido todo lo demás son anecdóticos rayos de luz que alcanzan a los que están cerca. Y entre ellos se van contagiando de lo mejor del primero.
El primero es el que no quiso colarse en dicha posición, el que no exhibe su forma porque no se avergüenza de su fondo. El primero es el que tiende la mano aunque sea temblando. Tiembla porque su humildad le hace dudar de todo, también de sí mismo. Amarse también es humildad, y en ella la única certeza que hay es la que quiera darnos el momento presente.
El arcángel Samuel tembló en su penúltimo momento ante la humilde incertidumbre. Sólo Dios sabe si tembló porque tendió la mano a quien no debía o porque le tendieron a él la ambiciosa y tentadora mano que él nunca pidió.
Este arcángel, también conocido como Chamuel, tiene la función celestial de impregnar la tierra de amor.
Si es manipulado y trastornado en sus funciones, volverá las veces necesarias para recuperar su paz y seguir siendo feliz en la sencillez de sus afectivas posiciones.
No sólo él regresa.
El que se ha ido siempre está volviendo, a los corazones que tiemblan por su ausencia, que no se sosegan hasta que una mano se apega.
Al latido.
Dos manos, una sobre la otra, cubriendo la bomba esponjosa que nos da permiso cada segundo para seguir, como el hada Martha dejó escrito en el «manual del duelo amigable».
No desesperes si estás sufriendo tanto que deseas volar sobre el abismo, no deseéis el cielo antes de tiempo, porque aquí el tiempo no existe, y os quedaríais suspendidos en la nada hasta que a un ángel se le ocurriera inventar medidas, o volveríais a la tierra para repetir la misma historia siendo otros, y no os reconoceríais jamás.
No conocerte a ti mismo, a la persona que más has de amar, es lo menos favorable que podría pasar bajo un cielo que, con paciencia, no sólo te espera, te ampara mientras tanto.
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